Miércoles Santo

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Con su voz quebrada me contó que le pidieron contar su historia. Alexandra, ahora en sus treinta y cinco años, se unió a la junta directiva de la Fundación Share en California. Era la primera reunión de la junta y le pidieron compartir su historia. “Pensé que iba a ser más difícil, Mami”, dijo al describir el aprecio que sentía de sus oyentes.

Yo dejé de compartir mi historia hace algún tiempo, cuando mi corazón cargaba sangre seca, cuando quise detener ese gemido constante en mi pecho que mantuvo la grieta en cada célula de mi espíritu. Cuando cada aliento que tomé llenó mis entrañas con un dolor insoportable, persistente, como una puñalada lenta y aguda.
Pero mi historia nunca desvaneció. Tampoco el dolor.

Caminé un camino silencioso por un tiempo. Quizás para reparar. Tal vez para reposar. De una carrera sangrienta de treinta años que no vio victoriosos.

Y ahora se le pide a mi hija recordar.

Mientras la escuchaba, pensé: ¿Acaso sabe la historia? No recuerdo lo mucho que le he contado. Ella probablemente me oía hablar en conferencias públicas, en iglesias, en testimonios ante el Congreso. Cuando niña, después que nos mudamos a los Estados Unidos, yo la llevaba junto con su hermana a muchos de estos eventos. O quizás me escuchó en televisión. O quizás leyó los artículos de prensa sobre mi vida y El Salvador.
Ella acababa de cumplir cuatro años de edad cuando salimos de El Salvador y llegamos a San Francisco. Fue entonces cuando sentí la urgencia de hablar en alto, para convertirme en voz. Pero Alexandra era tan joven y yo sé que corté partes de la historia para protegerla del dolor.

Hasta que un día dejé de compartir la historia por completo, cuando ella cumplió doce años, tal vez. Aunque no del todo. David y yo comenzamos a celebrar un ritual a la memoria de Mauricio cada 15 de Abril adonde ella y sus hermanos participaban.

Mauricio Aquino

Mauricio Aquino

Mauricio no pudo decirle adiós a su hija de 18 meses de edad. Aunque sé que lo hizo desde su corazón, desde su mundo espiritual, en sus sueños. Debe de haber entrado en sus sueños de la misma manera como unas semanas más tarde apareció en los míos diciendo: “Estoy bien, no te preocupes. Te amo.” Y me decía “adiós” con el gesto de su mano.

Fue el 15 de abril del 1981. La luz blanca invasora se reflejaba en movimiento de abajo hacia arriba en las paredes de nuestro dormitorio, despertándonos abruptamente después de la medianoche. No estaba soñando. El convoy militar oscuro que rugía como dragón bruscamente se aparcó en el patio bajo la ventana de nuestro dormitorio y nos hizo saltar de la cama.

“Aquí te esperas,” me dijo Mauricio mientras prendía la luz y luchaba con sus ojos cansados por encontrar su bata.

Las botas retumbando el piso y las voces locas y abominables rodearon nuestra casa de dos pisos.

“Abran la puerta!” comandó una voz masculina penetrando las paredes.

Mi cuerpo se estremeció.

Sin obedecer, me puse mi bata blanca y seguí los pasos de mi esposo. Bajé las gradas de madera y llegué al piso de ladrillo rojo mi madre había cuidadosamente seleccionado cuando diseñó el estilo rural español de la casa que nos regaló cuando nació Alexandra. Mis ojos estaban fijos en Mauricio.

Él estaba hablando con un hombre en fatiga militar rodeado por al menos otros ocho soldados de igual vestimenta. Se veían agitados con sus armas pesadas de guerra como listos para aprender la próxima presa deseada. Mauricio parecía estar respondiendo a preguntas que no pude escuchar de seis metros de distancia. Mi pierna adelantó un paso para unirse a mi marido en el corredor de nuestra casa, pero dos largas y pulidas ametralladoras pesadas se cruzaron frente a mi cintura.

“Usted se queda aquí”, el soldado dijo mientras el comandante le pedía a Mauricio acompañarlo.

Sus ojitos de miel buscaron mi mirada. Fue la última vez.

Corrí escaleras arriba y desde la ventana de mi dormitorio que tenía una vista sin obstáculos de la escena vi como llevaban a Mauricio a la cima de la entrada de nuestra propiedad. Había un camión blanco de doble cabina con una cama larga parqueado en la calle principal de la propiedad de mi familia los Rosales y Rosales, la Finca La Gloria, frente a la casa de mi tio.

Entonces ví a mi tio, el coronel recién retirado, José Mario Rosales y Rosales, hermano de mi padre, quien salió de su gran casa, se aproximó a la valla con su vista fijada en los militares y sus vehículos y en voz alta declaró su rango y preguntó quién comandaba la operación.

“Ese jóven que está arrestando es mi sobrino”, dijo.

“Bueno,” la voz desafiante respondió: “usted no pudo terminar estos comunistas en su tiempo, Coronel. Por lo tanto, es nuestro turno”. Y como un perro que marca su territorio, levantó su ametralladora apuntándola al cielo antes de cerrar la puerta de la camioneta. Oí el rugido aterrador de la caravana fantasma y vi la placa blanca sin números de cada vehículo. En el camión grande donde habían hecho subir a mi marido y lo pusieron en la cama acostado boca abajo, conté por lo menos otras siete cabezas y detalles que desesperadamente quise imprimir en mi memoria.

Era Semana Santa. Aun en medio de una guerra, los salvadoreños corrían a las playas para la temporada festiva, incluyendo nuestras familias. Nuestra finca estaba desierta a excepción de mi tío Pepe, el coronel, quien no se sentía bien y decidió saltarse el viaje a la playa. Mauricio había estado peleando una congestión del pecho y un poco de fiebre a la que él era propenso de vez en cuando. Así que también decidimos no ir a la playa y quedarnos en casa. “Si me siento mejor vamos a ir el viernes”, me dijo.

Cuando corrí a la casa de mi tío, mi tía y primas me abrazaron con cariño y compasión. Mi tío estaba al teléfono hablando con el Ministro de Defensa, el general José Guillermo García, su viejo amigo y compañero de armas. Bajó al comedor donde todos estábamos reunidos y me dijo que Mauricio había sido arrestado por una de las fuerzas de seguridad, La Policía de Hacienda, bajo las órdenes del coronel Francisco Antonio Morán Recinos. Que era por investigación y que debería ser puesto en libertad por la mañana.

Algo no sonó bien en mi corazón. La Policía de Hacienda había sido responsable de muchas de las atrocidades cometidas en San Salvador recientemente y habían rumores de personas detenidas en estado de incomunicación. Esas víctimas eran pobres. Ellos no tenían voz. A diferencia de nosotros, esas víctimas no eran familiares de un coronel importante o del embajador salvadoreño en Washington, Francisco Aquino Herera, hermano del padre de Mauricio y quien fungía en ese puesto en esos días.

Se llevaron a mi esposo durante el Toque de Queda que iniciaba todas las noches a las diez y no terminaría hasta las seis de la mañana. Había sido declarado por el gobierno dos años antes y recientemente se había reforzado en respuesta a ataques del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN, a puestos militares claves en varias partes del país. Cualquier persona que se encontrara en las calles o en público era objeto de arresto y muchos fueron encontrados asesinados después de salir de una fiesta. San Salvador era una ciudad fantasma. Sólo los vehículos militares acarreando soldados fuertemente armados merodeaban por las calles como cazadores hambrientos. El Toque de Queda borraba cualquier posible testigo de las atrocidades cometidas durante la oscuridad de la noche.

A la mañana siguiente, mi padre Alfonso Rosales y Rosales Umaña, en traje de abogado, llegó con otros dos abogados, su hermano Juan Ramón y vecino Ciro Zepeda a las oficinas del jefe de la Policía de Hacienda.
“Él no está aquí, y no está en ninguna guarnición militar. Lo sentimos, pero ustedes están equivocados Dr. Rosales”, afirmó sin expresión alguna el jefe del cuerpo militar en uniforme de fatiga mostrando en su pecho varias medallas multicolores.

Yo había escuchado de una nueva actividad macabra de los militares: hombres y mujeres en número creciente estaban siendo sacados de lugares públicos o privados, en presencia de testigos o no, y eran secuestrados para no ser vistos de nuevo, jamás. Ni siquiera sus cuerpos muertos.

La gente comenzó a llamarles “los Desaparecidos”.

Al final de la guerra, El Salvador contaba con más de 10.000 nombres en esa lista de Desaparecidos. Sus familiares todavía los buscan. Hasta este día.

Mi vida se desmoronó. Sucedió un Miércoles Santo.